jueves, 6 de febrero de 2020

Muy pocos huevos

Antonio compró una casita para sus hijitos, unos engendros que sólo hacían ruido y daban molestias. Como papá consentidor que era, adquirió nuevos juguetes para que los monstruitos no lo estuvieran chingando. 

La mamá de los niños estuvo de acuerdo, como trabajaba con niños y se creía educadora, pensó que los comprendía: de inmediato compró unas cortinas y toda clase de chucherías para que pudieran meter en la casita y así entretenerse; pero esas cosas, como con sus propios hijos, no eran las que necesitaba la casita, sino las que podían comprar. 

Porque esa casita no fue su primera opción: había otras mucho mejores, menos céntricas, pero que no necesitaban tanto mantenimiento como la casita que compraron. La casita que compraron fue porque estarían cerca de la gente que la admiraría, así podrían ganar dinero y tener a los engendros ocupados. 

No obstante, a la casita le faltaban muchas cosas: había goteras por el desgaste de las tuberías, un día gotearon orines y después se pudrió la pared. Y esa era la habitación que mejor estaba, su carta fuerte. 

De las otras habitaciones no servían las puertas, estaban polvosas y a veces entraba mucha luz porque doña Cortinas no había puesto las cortinas bien: en donde cegaba la luz, ni siquiera tenía un cortinero porque confiaba en una ventana. Pero eso si, religiosamente creía que hacía algo poniéndolas. Era obsesiva pero no por eso inteligente.  

Los baños eran insuficientes: se inundaba a cada rato, se tapaba el caño, porque Antonio no exigió una pendiente, aunado a que no eran baños para un tercer piso, no salía el agua caliente o salía muy poca, pero eso no les importaba, porque eso era trabajo extra para el flojo y soberbio patriarca. 

Así, llenaron la casita de todo tipo inútiles porquerías: objetos que no iban acorde con ella, pero que eran para que no se notara la pobreza, gente que no trabajaba pero aún así les cobraba, gente que hacía lo mismo dos veces y además mal hecho... 

Antonio ponía todos los huevos que tenía en una sola canasta, pero a veces, como le gustaba sacar dinero y aprovecharse de las personas, vendía paquetes con las porquerías que él creía que se venderían, cuando lo que necesitaba era hacer las cosas bien. 

Pero nunca lo hacía, siempre que le ayudaba alguien lo comparaba, decía lo mucho que necesitaba de otra persona; prefería a la gente efectiva, de esas que sacan dinero como sea: robando, mintiendo, echando choro porque hay que aprovecharse, hay que sacar para seguir malgastando y además seguir siendo un cretino, porque eso de ser amable no deja, es de pendejos. 

Gente efectiva: de esas que eventualmente le iban a robar y como don imbécil creía que entraba dinero, pues no veía lo horribles que eran.  

La cocina no funcionaba y además no estaba bien equipada, el refrigerador era saqueado a cada rato. Olía a frutas echadas a perder, porque, como no sabían comprar, era muy fácil encontrar sandías, papayas, piñas gigantescas pero poco aprovechadas, porque a los trabajadores que mantenían la casita, no las comían. 

Cierto día, tenían que preparar un desayuno para un grupo, de esos que sólo por pagar creen que tienen derecho de hacer lo que quieran. Antonio estaba claramente harto, porque nunca había trabajado en su vida, tenía qué servir ahora y no pudo soportar esa ira de rebajarse. 

Pusieron la fruta, los cereales, panes, mermeladas, café y huevo, casi un platón para cada mesa. Todo era una ceremonia en donde los huevos que tenían eran los protagonistas. 

Esos huevos se acabaron: tres personas bastaron para acabarse el platón entero. Medio paquete de panes que se llevaron para el camino, algunas frutas, si; tal vez café, pero el huevo se acabó inmediatamente

¿Qué fue lo que hizo Antonio? ¿Acaso pensó en racionar su canasta y en cerrar la cocina? ¡Pero por supuesto que no! ¡Si entre más remendaba, más pobre se sentía! Antonio buscó su canasta y le dio a la cocinera más huevos, siempre más, nunca la medida que él propuso. 

Podría decir que Antonio aprendió de sus errores, pero no... quería comprar más: abrir de par en par la cocina. Decidió alimentar a vagos para que no se sintiera que escaseaban las cosas. Siempre más y más, pero nunca reservar una canasta. 

Había gente que se servía mucho más, que comía demasiado y lo peor, culpaba a otros de que no había comida suficiente. Hora y media comiendo, un exceso de panes con huevo, mantequilla y salsa valentina. Y la muerta de hambre todavía quería que pusieran una bufetera. No cabe duda que no se puede evitar ser codicioso cuando hay confusión de gente pendeja. 

Y también hubo gente que estaba ahí porque fracasó en algo en su vida. Para ellos a veces había y a veces no. Rara vez todo era parejo, en parte porque no sabían hacerlo, ni contarlo, ni les interesaba. Ni tenían a la gente adecuada, más bien tenían a la gente que se merecían. 

Siempre fue una mezcla de fracasados que no sabían qué hacer de su vida y nacas y nacos llenos de resentimiento o de gente que no sabía ni qué hacía allí. Sinceramente, esa casita estaba destinada al fracaso. 

Una de las dueñas de la casita le ordenaba: ¡COMPRA UN PLÁSTICO, PARA QUE NADIE SE ACERQUE! ¡PARA QUE NADIE VEA MI CASITA!, a la vez que veía con desdén a los que la construyeron y a los que ayudaban a limpiar su casita, ya que la pequeña tirana nunca lo hacía. Era como Lord Farquaad y no sólo en su corte de cabello. 

Siempre lo intentó demasiado, creyendo que por tener a alguien que  hiciera el trabajo por ella no se tendría que preocupar. Pero es un gran error cuando ni siquiera sabes qué es lo que estás haciendo. Y culpas a los demás. 

Culpar a alguien más, siempre es más sencillo que hablarlo cara a cara, siempre es más sencillo hacer tretas, fingir que estás del lado del justo, pero sólo lo usas para tapar tus cagadas, hacer chingaderas a espaldas del otro, pero hacerte la mustia cuando lo ves. 

Lord Farquaad exigía, pero nunca daba la cara: exigía que los que le habían ayudado a establecer su casita se largaran, que no hicieran ruido, que ni se aparecieran pero nunca lo hablaba con quien estaba a cargo, actuaba a espaldas de la gente que le ayudó y puedo asegurar que inventaba cosas sobre ellos, sobre la gente que ayudaba a que fuera prepotente y soberbia. 

Costó un huevo más e iba para la canasta equivocada. 

Había otra lady que dizque trabajaba ahí, siempre se quejaba de que tenía que hacer su trabajo, pero nunca lo hacía por venir de metiche sólo a estorbar, a gritar y humillar: siempre interrumpía en el trabajo y después quería comprar perdones e indulgencias, tiraba la piedra y escondía la mano. Siempre dando la nota, sintiéndose que el mundo no la merecía, pero lo único que daba era cringe. Se sentía de la realeza. Parte porque de chiquita no le dieron sus chingadazos y nunca le dijeron que no. 

Nunca tuvieron cara para hablar de frente, mandaban a Antonio a ensuciarse las manos, pero obviamente, sólo fracasaba porque, al igual que ellas, nunca tuvo agallas, nunca supo lo que estaba haciendo, sólo pretendía que sabía. 

Eran diecinueve huevones, a veces veinte; dos huevos para cada uno, dos huevos que no rendían y que sólo eran una fuga de dinero. 

Al final, era evidente que Antonio tenía muy pocos huevos. 

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