miércoles, 8 de abril de 2015

La maravillosa privacidad del baño público.

Cierto día tenía un que ir a la escuela... pero en casa no estaba disponible el baño. Tenía pensado buscar unos por Mixcoac, intento que se vio frustrado porque peleé con la familia. Lo acostumbrado. 

Y entonces me decidí: me iba a ir a bañar sin importar nada, era momento que me dedicara tiempo, que no me postergara por nadie. Quería sentir que dos horas el mundo no existía. No me metí a un cine, no me dormí, no me metí a internet a ver una serie. Me bañé. 

Aunque había gente alrededor, limpiando y en el mostrador, me asombró algo: no era un hotel, no era había cámaras como decían las leyendas urbanas... era que se sentía una absoluta paz. Algo que no sentía en mi casa... que no me había acostumbrado desde que llegó mi adolescencia y los secretos estaban prohibidos: Había PRIVACIDAD. 

Antes acostumbraba a decir todo a todos... a hablar de lo que fuera, con quien fuera. Ahora valoro la soledad, el tener pensamientos para mí, el estar conmigo, en vez de estar con otros. Mi creciente individualismo se ha agudizado con los años. 

Pero regresemos. 

El baño, era un espacio de posibilidad, escuchaba la tele mientras disfrutaba del vapor. Y después del agua fría y después de la caliente. El mundo es otro cuando te bañas con agua caliente; cuando no hay alguien que se baño antes que tu y dos que siguen porque tienen que irse a trabajar. 

Dejé todas mis cosas regadas en el camastro: nada de moverme al tocador o de agacharme para ponerme crema: con una pequeña bolsa de viaje, tenía todo a la mano, en el camastro. 

Y ponía la tele a un volumen razonable y ¡se oía!, no tenía que escuchar a otros. No tenía que poner atención de un maldito teléfono, porque a algún imbécil se le había ocurrido hablar a esa hora. No tenía que tener pudor o jalar las cortinas, por temor que algún pervertido me viera: era mi cuarto, rentado, pero mi primer cuarto. 

Podía correr para secarme, usar todo el gel de baño que quisiera... esperar a que pasara la lluvia, ordenar algo de comer, era mi tiempo, era yo, para mí, mío. 

Los mejores son los baños turcos: tienen su propio wc, una división con el vapor y otra con regadera ¿en verdad necesito ese espacio, pensé la primera vez? Si, claro que sí: me lo debía, era para que estuviera cómoda y sin nadie más. Era para que pudiera asearme y por una hora, tal vez media más, me olvidara de que el mundo existe. Por todas esas veces que se acaba el agua caliente o que no hay espacio para mí. 

Eso era lo que necesitaba: un espacio para mí, lejos del mundo. Donde sólo existe seguridad, agua y olores deliciosos de geles de baño, shampoo, exfoliante y crema para el cuerpo. Quería mi propia habitación, para hacer lo que me diera la gana. 

Ahora veo por qué las grandes novelas se escriben en cuartos de hotel... por qué necesitamos esa privacidad... ¿será bueno vivir en un hotel? ¿será más cómodo que una casa? 

Amo los baños públicos: desde el ritual de buscarlos, llegar, pedir un servicio de turco, ver los mosaicos, el agua que golpea la espalda y la masajea... la toalla que no tienes que lavar, el tiempo perfecto para bañarte. Nunca pude hacerlo en media hora... odio las malditas prisas, escupo sobre el tiempo que corre, aunque sea cíclico. 

Los baños públicos... el nuevo espacio para relajarse que un filósofo adoraría. Iba a hacer un top 10, pero esos secretos me los llevo a la tumba, como las buenas bibliotecas: entre menos gente mejor. 

Y hay tantos en el distrito que quisiera conquistar... pero al tiempo, que habrá mucho tiempo robado para mí. 





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