viernes, 11 de enero de 2019

Cuento: Charlie Charlie

Sufrí una humillación pública en el trabajo: un psicópata integrado y una apática me descalificaron, hacían lo contrario de lo que hablaban, planeaban sacarme de ahí y se asegurarían que me doliera y que jamás lo olvidara. 

Yo por mi parte... ya lo sabía, ya lo imaginaba: todo lo que ellos me harían y que para cada solución tendrían un problema, que serían increíblemente crueles y despiadados. Cometí muchos errores para ellos, el principal era existir. Aunado a tener padecimientos, a que fue un mal día, a que no le caigo bien a mucha, mucha, muchísima gente, la cual tampoco me interesa conocer. 

El problema no era yo, era que no entraba dinero... Uno puede ser un imbécil mientras sea bueno en lo que hace. Yo jamás observé que cuestionaran a otros que eran peores o mejores que yo. Y como no era amiga de nadie, pues, si iba a irme. Todo era cuestión de dinero. Cuando es un trabajo enajenante y estresante, el dinero vale más que la dignidad de una persona. 

Y no me malentiendan, el dinero también es importante, pero se supone que si tienen alguna especie de principios, pues sería conveniente aplicarlos con la gente que hace la empresa... Tal vez por eso no encajé desde el principio. Ya nada de eso importa. 

Mi cuento empieza así: cuando dijeron que querían que me fuera, me sentí libre al fin: lo había logrado, lo conseguí, mi fantasía de autocompasión y mi autoprofecía de fracaso se hacían realidad. Lo había arruinado todo y podía seguir triste. Podía seguir detestándome. 

Entonces empecé a sonreír: me esperaba una computadora para ocupar todo mi tiempo libre, que el negocio empiece hasta febrero, yo me largo. 

Le sonreí a la gente, a los cretinos que me habían tratado mal, a los chismosos, a todos los que se aseguraron de darme un golpe para que cayera al abismo. Le sonreí a los pendejos, al psicópata integrado y a la apática. Cosa que también criticaron, por cierto. 

Le sonreí a los que me odiaban, a los que me miraban condescendientemente, a los que les dio gusto, por primeros cinco segundos, que me fuera... A todos y a él. 

Me sentía tan libre porque supe que al fin había acabado: me disparé en el pie y los buitres iban a despedazarme. 

Pero nada me hizo sentir tan libre como sonreírle a él: en medio de los idiotas él emergió de entre la multitud y entonces lo vi: atractivo, varonil, rudo: todo lo que deseaba en un hombre. Sus ojos se cruzaron con los míos, al fin pude ver lo maravilloso que era, su sonrisa, correspondiendo a mi pequeño gesto de transgresión. 

Ya nada importaba: él fue el único que me correspondió con su sonrisa y con su mirada. En todo ese insufrible momento, él fue lo mejor de mi vida y de mi noche. Él fue lo más interesante que me ha pasado. 

Al día siguiente repunté. Pese a aquellas terribles personas. Al psicópata jamás le importó esto, como jamás le importará nada o nadie. 

Inmediatamente lo restregué en la cara a los otros, como hacen ellos cuando algo bueno les pasa, de repente, ya era su igual, fue como una especie de milagro. 

Pero tampoco me importaba mucho. 

Lo que pedía a la vida y a Dios era verlo otra vez entre la multitud: su atractivo, su sentido del humor, escuchar su voz, sentir sus manos algún día. Y se me concedió: un día lo vi a la luz de la luna y mi corazón se aceleró. Qué hombre tan sensual. 

Él es lo más importante que me ha pasado en este trabajo. Ese gesto, tan simple para él, jamás lo voy a olvidar. 

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