viernes, 31 de mayo de 2019

Leyendo a la gente 1

Mi trabajo como guía de turistas tiene un problema, más que el de vendedora... hay que leer a la gente. 

Leer a la gente es una habilidad poco apreciada, porque se hace con fines de manipulación y se disfraza de labia y de maquiavelismo. 

Pero leer a la gente es una habilidad muy útil: si no los vas a manipular o vas a aprovecharte de ellos, puedes ver lo que realmente creen, lo que sienten, cuán heridos o cuán frágiles están, incluso puedes saber sus verdaderas necesidades. 

Un tip para leer fácilmente a la gente es fijarse en lo que hacen y no en lo que dicen: porque ahí está lo que verdaderamente creen. También lo es a qué se muestran vulnerables, pero esto no es necesariamente una debilidad, porque las personas tóxicas y narcisistas lo usan como arma para que el mundo se las pague. 

Una compañera narcisista, llamémosle Olga, me decía que pensara en mi futuro porque el dinero de mis padres se me iba a acabar. Irónicamente, hizo de todo para que no progresara en el trabajo y se quejaba amargamente de quitarle oportunidades con una falsa meritocracia. 

Olga era pobre porque nunca fue apoyada por sus padres, lo que derivó en una gran amargura y codicia y en un falso sentido de justicia cuando los demás no progresaban y ella sí. ¿Tengo razón de haberla leído? Tal vez, pero ese era su dolor, además de muchos más: siendo narcisista exageraba su dolor de manera histriónica, sin empatizar con los demás. 

No me equivoqué cuando supe que ella se enojaría conmigo y que fingiría amabilidad y amistad, tampoco me dolían sus insultos: era una persona rota que sólo tenía sus número en ventas. Y ni eso es algo que yo quisiera de ella. 

Otra supuesta amiga, llamémosle Sche (ese nombre le gusta a ella, no a mí), fingió amistad y comprensión conmigo cuando sólo quería información personal y privada para su novio, un chófer que era un depredador sexual; ese hombre tiene una historia especial, pero ya volveremos con él. 

Sche fingió escucharme y estar de acuerdo conmigo, pero tenía mucho miedo de avanzar en su vida y de buscar una relación de verdad, lo que derivó en salir con Alfredo, un hombre sin educación que la maltrataba y humillaba cada que podía. Tenían una relación tormentosa, se peleaban y se perdonaban, pero ellos se pensaban normales como cualquier otra pareja. 

Cuando me ofreció su amistad, casi de la nada, sospeché: ni me conocía, sólo conocía mi bondad y mi profunda tristeza y dejadez. Sabía que Alfredo estaba tras de mí, sabía que necesitaba información. Investigó mi número de teléfono, el cuál yo me había negado a darle. Me enviaba mensajes fingiendo empezar una plática... No me molesta que haya sido eso, pero veía que era igual de predadora que su supuesta pareja. 

A Alfredo no le agradaba, pero encontraba gracioso y placentero humillarme y referirse al tamaño de mis senos de manera burlona. Siempre le hablaba a ella para que me reportaran, porque quería que me corrieran del trabajo. 

Yo recuerdo haberle dicho algo que resultó ser cierto: "Cuando los vea juntos, me puedo hacer a un lado. Yo sé que él es tu amigo y yo sólo soy una conocida más". 

Sche se resistía e insistía: "¡No, claro que no - como si en su desesperación no quisiera que descubriera la verdad - tú eres mi amiga y puedes contar conmigo para lo que quieras, no eres sólo una conocida más!", juraba y perjuraba. 

Cuando me salí de Los Autobuses (que habrán notado que es el mediocre servicio Capital Bus), Alfredo se veía entre aliviado y enojado: al fin había logrado que me fuera, pero no me había humillado lo suficiente, no como lo haría con ella. 

Fue cuestión de días para que Sandra cortara conmigo. Fingió sentirse ofendida por un comentario en que relacionaba a Enamorándonos con Capital Bus, dijo que parecía que hasta me había enojado con ella. 

Yo le respondí con lo único con que le puedes responder a un mentiroso: con la verdad: "Sche, puedes hablarme cuando quieras, ahora que ya no está esa empresa, ya nada se interpondrá entre nuestra amistad". Yo no estaba fingiendo, genuinamente pensé que me hablaría. 

Pero todas las muestras de apoyo, todo su cariño, toda su amabilidad se desvanecieron, porque yo ya no le servía. 

Y no me equivoqué: a ella nunca le agradé, sólo lo hizo para mantener su relación con... ese hombre. Yo sí que era una conocida más. Imagino qué sería su vida y la mía de mantener esa supuesta amistad. Todas las mentiras, todo lo que estaría dispuesta a aparentar para que yo le creyera... Debe ser horrible, debe ser peor que estar enfermo. 

Alfredo, por su parte, era un hombre supuestamente mujeriego, una palabra elegante para referirse a un predador sexual. Siempre obsesionado con la virginidad y la supuesta pureza de una mujer. Preguntaba acerca de cuántos encuentros sexuales habías tenido, qué te gustaba hacer, qué problemas tenías, qué cosas hacías, una de sus fantasías era enseñarle a una mujer y dentro de su psique era muy sintomático, explico. 

Alfredo siempre se sentía relegado porque las mujeres con las que convivía estaban delante de él: algunas sabían inglés, tenían estudios o ganas de superarse, la única forma de aventajarse y enseñarles "algo" era en cuestión de gustos sexuales. 

Aparentemente se sentía muy hombre, pero siempre hablaba mal de las mujeres que lo desairaban: en el fondo estaba resentido por su falta de educación, por convertirse en el naco pintoresco, torpe y malhablado, que sólo está ahí para ser una broma o un cruel remate de lo clasistas que somos. 

Pero Alfredo nunca era cuestionado sobre lo que pensaba del sexo y cuando se lo hice saber, nuevamente respondió con burlas y ridiculizaciones: me llamaba amargada por tener poco sexo y aseguraba que no me gustaban los hombres, puesto que me resistía a tener sexo con él. 

Corrían muchos rumores de sus aventuras con vendedoras eventuales. Pero a él parecía complacerle porque era la venganza por haberlo dejado, por no seguir con él en la aventura que sólo él creía. 

Alfredo fingía ser raza, pero la realidad es que era familia de las personas que dirigían el área de operaciones, por eso no le decían nada cuando acosaba sexualmente a muchachas; había estudiado hasta la secundaria, decía que quería superarse, pero siempre estaba cómodo con lo que hacía y la impunidad de la que gozaba. 

Me tomó una foto de mis pechos y declaró que estaba muy chichona... ese era mi apodo: La Chichona, me objetualizaba para no ser amenazante, para no conocerme y no interesarse, para que yo creyera que era eso. Se reía del tamaño mis senos, se reía si lo llamaba señor, se reía si lo trataba con respeto, si hablaba con otro conductor, se reía burlonamente, porque era lo único que sabía ante todo lo que le incomodaba. 

Cuando me fui él estaba aliviado: al fin, el objeto de su deseo no lo molestaría más. Recuerdo que me preguntó si me gustaba otra persona, para imaginar, supongo, el por qué no quería estar con él. Le inventé un nombre o dos, para que su obsesión cesara. 

A mí me gustaban los juegos de palabras, el humor picante y alguna de la música que él escuchaba, por desgracia, lo que leí en Alfredo era una profunda amargura por estar excluído y ser solamente el chófer que bailaba a ritmo de cumbia. 

En todas las personas había algo sospechoso: nunca creían ni ellos mismos sus mentiras, siempre hablaban con doble intención y estaban profundamente heridos: no era que no se quisieran, era que su enojo era tan grande que lo repartían con todo el que se les cruzara. Era obvio que su hostilidad no era por la meritocracia, ni la injusticia ni lo que alegaban, era un odio a personas que no fueran como ellos. 

Eso no es lo peor que puedo contar de leer a la gente. Aún con todo, la vileza me sigue sorprendiendo, como si no fuera la primera vez que la vivo. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario