lunes, 3 de noviembre de 2014

La dictadura de la pertenencia

En la primaria me gustaba mucho Benny Hill y Monty Phyton. Me hacían reír, creía que eran bobos pero geniales, yo quería hacer lo mismo. No me gustaba lo que hacía Roberto Gómez Bolaños, se me hacía repetitivo, tonto, me hartaba. Honestamente tenía un problema. 

Para los demás, yo no consideré que tuviera nada malo. Siempre me he considerado una persona normal, pero que ya visto y leído cosas diferentes. No más: no era especial, nunca lo consideré así. 

Después me gustó la Rock-ola inglesa, era algo purista, pero también me gustaba mucho Titán, María Daniela, Lost Acapulco. Me decían que era rara porque quería estudiar filosofía o ser locutora, o porque quería mi grupo (pese a que todos querían su grupo con sus influencias). Yo seguía pensando que era normal. 

Cuando descubrí cosas que me gustaban, cuando cambiaba de opinión, al principio me asusté: tenía miedo de confrontarme. Sufrí cierto tiempo, me detestaba y tenía culpa. La culpabilidad necesita un castigo. Podría ser que empecé a considerar la rareza como un estandarte. Aunque la acepté en definición, no la acepté del todo. No entraba en mi cabeza ser raro. Porque en el fondo no lo soy. 

Siempre me gustó observar el entorno y preguntarme el por qué de mi rareza. A veces creía que estaba mal, otras que no tenía por qué cambiar si algo no me gustaba o si no pensaba de esa manera. Luego vino la psicoterapia... Y la detesté. 

Me decían que tenía que aprender a convivir, que tenía que abrir mi mente (que sigo pensando que no es lo mismo que aceptar cualquier tontería que se te ocurra), que si quería ser docente, tenía que respetar a otros (que no es lo mismo que dejar que me pasen por encima). Pero nada funcionaba: seguía sola. 

Tal vez por que no me gusta que me digan lo que tengo qué hacer, tal vez porque estoy aún modelando mi personalidad. Pero no por ser una mala persona, ni por ser una persona rara o que no coincidan mis gustos. 

Al contrario: me gustan casi las mismas cosas, los mismos chistes, conozco las mismas referencias; me veo de cierta forma igual a los demás. Trato de hablar con otros y si se puede ayudar, ayudo. Sé que es difícil sentir empatía, pero trato de entender las motivaciones de los otros. Y si, aunque peleo por tener ideas diferentes, he tenido la suerte de que no hay argumentos ni gente inteligente de por medio. 

Por desgracia, siempre he sentido aversión contra la autoridad. Creo que la autoridad es lo contrario a la enseñanza, a la invitación para observar cosas nuevas y entender la diferencia. Autoridad es lo que aparece cuando no hay una comunicación efectiva: sólo busca imponer, destruir y ridiculizar a lo que teme. 

Ahora pienso que existe la normalidad. Es difícil encontrar rareza. Es difícil entender también el por qué no le agradas a la gente: no hay motivo aparente, no hay una diferencia sustancial. Pero tengo una hipótesis. 

La gente que encuentra personas similares a sus creencias, a menudo discrimina a los demás, tiene una especie de lenguaje que considera especial (aunque el contenido es el mismo); cree que es increíblemente valiente, cuando no actúa sola: busca chivos expiatorios con quienes ser cruel. Siente que pertenece y tiene una desmedida lealtad. Hasta que cambia su situación.

Es una especie de sumisión a un grupo de personas, a la idea de aceptación en especial. Como si todos tuvieran el mismo uniforme, la misma denominación... nada une más a dos personas como el tener los mismos enemigos. 

Por eso es que yo la llamo dictadura. Cuando empiecen a matar en grupo a una sola persona, a perseguirla y a agredir a los que no consideran aptos, me dicen qué tan equivocada estoy. 



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