martes, 8 de diciembre de 2020

Los pedos de un mediocre

No hay por qué disfrazar la verdad, es algo vergonzoso para mi admitir que me gustaba un mediocre. Bueno, muchos, pero cuando se ha abierto la puerta del infierno, he tenido oportunidad de escapar. 

Ese mediocre era encantador y por eso conseguía los favores que quería, pero eran cosas sencillas, porque él no podía aspirar a más. 

Cierto día en que fui humillada en un trabajo terrible, él se burló de mi, junto con otros dos mediocres: un cocinero arrastrado y un hombre que se estaba pudriendo por la boca, pese a la colonia barata con la que pretendía cubrir su verdadero olor. 

Reía delante de mi y a mis espaldas. Yo acerté a decirle que no se me acercara. Cuando lo supo su amante, la chica de adorno en Recursos Humanos, él sólo fue removido, nunca tuvo consecuencias, ni una llamada de atención. Sólo lo condenaron al aburrimiento, porque el adorno quería macho. 

Finalmente, sin él ahí se sentía mucha tranquilidad: él era un lleva y trae, chismoso, burlón e hipócrita. Su fachada se desvanecía con sus problemas reales, con una vida que no quería, pero a la cual se había resignado. 

No me dolió el hecho que se burlara de mi, me sorprendió porque aún estaba infatuada por él, pero, cuando lo conocí, fue como probar un gran platillo y que esté echado a perder, rápidamente lo devolví con desagrado. 

Lo que me dolió fue el hecho que un día le conté que: Capital Bus es sólo una plataforma, me voy a subir porque voy a ver desde arriba- le comenté. Él volteaba los ojos, como diciendo: Esta mamona, ¿qué se cree? Fue entonces que me hartó su conformismo, su mediocridad, el hecho que no tenía nada que aportar y que sólo era un lastre. 

En cinco años perdería su atractivo y el efecto halo se acabaría. Sus ejemplos, que eran los mediocres de los conductores, tomarían posesión de su personalidad. Un día, odiaría tanto a las mujeres que quisieran estar con él, como a las que no.

Y eso me lleva a una de las joyas de la corona. 

En una plática con su amigo el cocinero arrastrado y con la narcisista culera, estos mediocres hablaban de las pruebas de amor, porque ¿quién mejor que una mujer que odia los buenos sentimientos y un hipócrita que te envidia pero que a las primeras de cambio se desdice para hablar de amor? No, pues aquello era de no creerse. 

Obviamente, eran puras barbaridades, porquerías, bajezas. Como si alguien los hubiera amado, como si ellos supieran qué era tener una relación. 

La narcisista culera dijo que la prueba de amor más grande era aguantar el olor de los pedos de la persona amada. Ah, no sabía que era doña poetisa, no sabía que eso según ella, era un prueba de amor. Yo aguanté sus bajezas, que hablara mal de mi y su aspecto sucio. Pero de seguro, tenía razón. 

Él mediocre atinó a decir que cuando dormía con su esposa, ella lo cubría con las sábanas, lo que hacía que se encapsulara el olor de sus pedos, el cual era poco menos que letal. Y, aunque aseguró que la amaba, menos mal, ya le había dicho pedorra y se había burlado de ella. 

La mujer que le abrió las puertas de su casa, la madre de sus dos hijos, la que le enviaba la comida que él a veces comía. Eran sólo el olor fétido de sus pedos.  

Imaginé dos cosas que dinamitaron todo mi respeto por él: primero ¿qué sentiría yo si un hombre hablara así de mi? ¿Qué sentiría el adorno si supiéramos los pedos apestosos que se echaba cuando estaban juntos? ¿En la intimidad, en un espacio aparentemente seguro?

Yo no puedo concebir eso... no porque crea que tengo algo distinto o que soy la perfección andando, pero ¿por qué estar con alguien que se burla de mi? ¿Por qué normalizar la violencia? 

El mediocre tenía más pedos que yo y se notaba, pero los suyos apestaban a conformismo, a apatía y a un odio sublimado por la persona que él, supuestamente, eligió. 

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